Argumento para un viaje

Jueves 09 de abril de 2015
Mojones en un camino que se abre a la fuerza.
Por Jorge Consiglio.
Un tipo vive en un departamento en la calle California, por Barracas. Frente a su edificio hay una panadería —Las delicias— que vende buenas facturas. El tipo —su apellido es Baroni, como la novela de Chejfec—, a veces, compra tres medialunas. Las come y toma mate. No se sienta; se queda parado al lado de la hornalla sobre la que está la pava. Por lo general, hace esto las mañanas de domingo y se siente un privilegiado. Lo disfruta porque en esa mañana se apilan miles de antiguas mañanas de domingo que impregnan la más reciente con una frescura genuina. Se separó de su mujer —una relación de diez años sin hijos— hace poco, pero no cortó del todo la relación. Halló la manera de intervenir las llamadas de ella y, desde ese momento, diseña su día a partir de estos controles; es decir: su vida es funcional a los fragmentos de otra vida, cada vez más ajena. Organiza con esos retazos —el sistema de escuchas es imperfecto— tramas que tienen algo de real y casi todo de imaginario.
Un día alguien lo invita a una fiesta en el campo. Es el cumpleaños de 40 de una persona que Baroni apenas conoce. Lo festeja en un lugar a sesenta kilómetros de la capital. Baroni se niega, pero el que lo invita —amigo íntimo de la persona que organiza el festejo— insiste. Cree ayudar con su actitud a Baroni. Baroni argumenta que no tiene auto, aunque lo que no tiene es ganas de ir. El otro se ofrece a llevarlo. Lo pasará a buscar a la mañana siguiente. Baroni no tiene alternativas.
Ya son las ocho de la noche. Baroni se alegra de haber venido a la fiesta. Todos son muy amables con él. Además, come la mejor carne de su vida. El lugar es alucinante: un caserón de fines del siglo XIX rodeado de árboles centenarios. Primero habla con los parrilleros, que le revelan su técnica para asar la carne; después, con un matrimonio de su misma edad, los Andrade, con los que comparte su filiación política y su aversión a la telefonía inalámbrica: militan contra los celulares.
Las horas se pasan volando. De pronto, son las tres y media de la madrugada. Baroni ve que el tipo que lo trajo está sentado en un tronquito completamente borracho. No sabe qué hacer. Los Andrade le ofrecen llevarlo. Le da pudor, pero no tiene alternativas. Acepta. En la ruta se da cuenta de que el marido, que es el que maneja, está también un poco borracho, pero tiene un aspecto tan responsable que no se preocupa. En un momento, se desvían por un camino lateral que primero es de asfalto y después se hace de tierra. El que maneja dice que es un atajo. La mujer no está conforme con la decisión de su marido. Se siente insegura. Discuten. Al comienzo es un intercambio de opiniones, pero la cosa se pone cada vez más áspera y el marido se distrae. Terminan chocando contra un árbol. La mujer es la más golpeada, cree que tiene una pierna rota. Los hombres sufrieron lesiones leves. El marido —que se siente culpable por lo que pasó— no quiere abandonar a su esposa que, ahora, no para de gritar. Le pide a Baroni que vaya en busca de auxilio. Él obedece y, sin saber por qué, se aleja del camino de tierra y se interna en un matorral. Avanza sin certezas ni destinos prefijados. Las ramas de los espinillos le desgarran una manga de la camisa y le marcan la cara y el cuello, pero eso no le importa: él sigue caminado irreflexivamente. En un momento, se da cuenta de que está metido en una especie de pantano: el agua le llega a las rodillas. Siente nauseas. Anda unos metros y distingue un pasaje —una especie de gruta— que se abre entre las ramas. La escena está iluminada con esa débil claridad que anticipa el amanecer. Decide meterse. Algo le dice que es el rumbo correcto. Desde atrás, se lo ve perderse por ese sendero. Tiene la espalda cuadrada y plana. Avanza con la convicción de siempre.