Apunte sobre el clic

Martes 11 de agosto de 2015
"¿Qué buscaba yo, fisgoneando detrás del objetivo, disparando sobre esos cuerpos?"
Por Virginia Cosin.
Durante el verano del 2000, dos años antes de que naciera mi hija que hoy tiene 12, aburrida de ir a la playa sola —mi novio de entonces, luego el padre de la niña, trabajaba durante todo el día en el negocio familiar, en un balneario de la costa atlántica— decidí salir a caminar por la orilla en las mañanas y fotografiar, con mi flamante Nikon, a nenas de entre nueve y doce años.
El resultado del proyecto —puedo verlo ahora, frente a mí: dos álbumes de fotos, de esos que te daban en la casa de revelado, de tapas amarillas con el logo de Kodak— carecen de valor artístico, pero tienen, para mí, alto valor afectivo y documental.
En algunas fotografías las niñas miran a cámara, en otras, inadvertidas, juegan con la arena o saltan las olitas que se forman cuando el viento enrula el agua en sus bordes.
Es más lo que recuerdo que lo que se puede ver en las fotografías que tomé: las pieles bronceadas, untadas con crema protectora; los diminutos granitos de arena y caracoles pulverizados que, adheridos al cuerpo, las hacían brillar bajo el sol; las melenas húmedas y saladas, largas como algas, o cortitas, dejando esbeltos cuellos y hombros a la vista.
Algunas en bikini, la parte superior del dos piezas cubriendo una protuberancia incipiente, casi imperceptible; otras con mallas enterizas, algunas con el torso descubierto y plano.
¿Qué buscaba yo, fisgoneando detrás del objetivo, disparando sobre esos cuerpos?
El momento de ebullición. Ese burbujear silencioso que el agua en una olla sobre el fuego produce antes de que estalle el hervor. El secreto de la fuerza que bajo el cuerpo de una niña ejerce el de la mujer que está a punto de revelarse.
Rescatar. Recuperar. Eso buscaba: un nombre, una palabra para el desconcierto que, en el período de mi propia transformación, se me escapaba. Poder nombrar es ya no ser un niño, o una niña. Con la cabeza demasiado lejos de los propios pies, recordar la infancia es poner nombre a algo que nunca lo tuvo.
Pienso, claro, en Alicia y su país de maravillas, y en su creador, Charles Dogdson, poeta, matemático y fotógrafo de niñas impúberes, mejor conocido como Lewis Carroll. Y en sus juegos de palabras y de atolondradichos, valijas, cofres, cámaras oscuras, espejos que invierten las imágenes y los sentidos, relojes que no atrasan ni adelantan, sino que fracturan el tiempo, porque crecer no es ir hacia adelante, ni hacia arriba, sino desplazarse, como se desplaza una pieza de ajedrez en un tablero.
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