Almas muertas

Lunes 01 de setiembre de 2014
Una lectura de Los jardines de la Disidencia de Jonathan Lethem.
Por Patricio Pron.
Una de las transformaciones más relevantes que produjeron las vanguardias históricas a lo largo del siglo XX fue la supresión de la idea del personaje como unidad de medida de la obra literaria y como ámbito en el que se ponía de manifiesto el “genio” del autor; entrado ya el siglo XXI, éste parece regresar lenta pero persistentemente, sin embargo, y los textos con personajes fuertes ya no sólo interesan a los autores de narrativa comercial. De hecho, un autor muy poco susceptible de ser considerado un escritor de obras esencialmente comerciales, Jonathan Lethem, definitivamente uno de los autores norteamericanos más importantes de las últimas décadas, ha escrito uno de esos textos.
Los Jardines de la Disidencia narra alternativamente las historias de Rose Zimmer, inmigrante judía en Estados Unidos que se integra al Partido Comunista de ese país y es expulsada al inicio del libro por tener un amante negro (sus camaradas se inquietan por “las asociaciones de Rose. Se referían, por supuesto, a la asociación de su vagina judía comunista cada vez más vieja con el pene robusto y cariñoso del teniente negro”, 18), la de Miriam Zimmer, estudiante en la época del esplendor de Greenwich Village e hija beligerante de Rose, quien a su vez es madre de Sergius Gogan, músico y entusiasta de los movimientos alternativos, que recurre a un viejo profesor amigo de sus padres (que murieron en Nicaragua) para saber más acerca de ellos y las ideas por las que lucharon; pero el viejo profesor sólo quiere hablar de Rose, la inolvidable Rose, que le parece la expresión de “el poder del resentimiento, de la culpa, de mandamientos no escritos en contra de todo, en contra de la vida misma” (67).
En Los Jardines de la Disidencia hay cierta cursilería (así se describe una eyaculación, por ejemplo: “había acariciado el palpitar secreto de Porter, recogido su suspiro privado”, 49; los senos son “lunas rosas en el dormitorio en penumbra”, 52; un club de ajedrez es una “biblioteca de almas” y una “tumba del tiempo”, 80; etcétera) y es posible que algunos de sus elementos dejen indiferente al lector no estadounidense (a éste, el intento fracasado de crear una liga obrera de béisbol posiblemente no le interese mucho, por ejemplo), pero los personajes de la novela lo atraparán de inmediato; también sus peripecias, que son las de un siglo en el que la disidencia fue engañada una y otra vez, frustrada por la aparición de más y nuevas formas de la sumisión y del consenso que han dejado vidas rotas. El lector también quedará sorprendido por este retorno del personaje en la literatura de un siglo XXI que empieza a llenarse de ellos (los de Las correcciones y Libertad de Jonathan Franzen, los de Dave Eggers, los de la reciente y extraordinaria Todo lo que hay de James Salter, por mencionar sólo tres autores y únicamente estadounidenses), así como atrapado por la ambición, por el talento de Jonathan Lethem, que no se propuso otra cosa que narrar unas vidas que son, inevitablemente, las nuestras: la arquitectura comunitaria que sólo produce aislamiento, la música, las “riñas desesperadas con la historia, con el destino, con uno mismo” (117).