Aguas profundas

Jueves 06 de noviembre de 2014
"Desplazarse en el agua implica revelación. Satori."
Por Jorge Consiglio.
Hay una escena. Es la inquieta primavera, con su pornografía de insectos y su perfil de moneda de plata. Son las diez y veinte de la mañana. Una mujer y un hombre caminan por un sendero arbolado. Estamos en un balneario de la costa argentina. Le pongo nombre: Mar de las Pampas. La pareja atraviesa el médano escarpado que desemboca en la playa. Van cargados: sillas plegables, bolsa de nailon con cuatro naranjas, sombrilla. Ahora, están tirados boca abajo en la arena suelta. Los dos sienten el sol en la espalda. Más que en ningún otro momento, el sol es un sopor. Escuchan el mar. Están relajados, tan relajados que creen que se van a dormir y esa sensación —toda una acústica— es mucho mejor que el sueño.
Pasa una hora. El hombre levanta apenas la cabeza —tiene los ojos entrecerrados para defenderse de la intemperie— y lo que ve no lo asombra. Están completamente solos. No hay un alma en kilómetros a la redonda. Un detalle: la bolsa con las naranjas está colgada de una de las varillas radiales de la sombrilla. El viento la mueve. Un sonido que se suma al del mar.
El hombre se para. Se sacude la arena del pecho y de las piernas. Ella sigue acostada. Usa sus manos como almohada. El hombre mira el agua y la mira a ella. Se queda un rato así, como si evaluara un riesgo. Tiene las articulaciones marcadas, un poco de vello en el pecho y en la curva del vientre. El short le roza las rodillas. Cuando se decide —se trata más bien de un impulso—, se quita el reloj de la muñeca y se lo da a ella.
El hombre no piensa en la temperatura del agua. Toda su atención está puesta en la memoria de los músculos, en la sincronía del nado: brazos, piernas, cabeza hacia la izquierda para respirar. No se trata de repetir movimientos; desplazarse en el agua implica revelación. Satori. El cuerpo como forma clara del presente. Hace bastante que el hombre cruzó la rompiente. Está en aguas profundas. Nada en aguas profundas. En la vida, es común que acontezca lo imprevisto. En este momento, acontece en medio del mar. Al hombre se le acalambra una pierna, por ejemplo. En la lucha desesperada —porque ahora el hombre hace lo que puede para mantenerse a flote— pervive un principio de aceptación. Se hunde. Irremediablemente, se hunde. No hay gravedad, no hay destreza física; de pronto, el ajedrez se transforma. Todo es chapoteo y agitación hasta que, en un instante, se produce la entrega. Es un dejarse ir, un abandono. Y esa deserción está vacía de tragedia. La soporta, más bien, un guiño a la verdadera condición de ese hombre, que —en este preciso momento— está inerte, más o menos a cuatro metros de la superficie, con la boca clavada en un grito mudo, y las manos y las piernas abiertas, fijado en la transparencia de su inevitable devenir.
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