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Colaboraciones

14:00 horas

Ya no hay nada para hacer. Es la hora más intensa porque es la hora de la nada. Estoy sentado frente a una mesa. Escribo.

Por Jorge Consiglio.

reloj mudo (1)

A las dos de la tarde, el tiempo es un ejercicio impiadoso. No hay manera de que transcurra. Toma otra forma más absoluta, casi concluyente. Se afirma en el orden secuencial, lo impone y, por momentos, lo detiene. Su unidad básica deja de ser el segundo. A esta hora, el tiempo adquiere calidad de cerrojo: su magnitud física es tan poderosa que abruma. La hora se desplaza como una resina que unge las sienes. Baja hacia el pecho y se asienta sobre las manos. Se filtra debajo las uñas. Parece un cosquilleo o, mejor, un ardor. Se entiende con la musiquita de la sangre que circula. Ya no hay nada para hacer. Es la hora más intensa porque es la hora de la nada. Estoy sentado frente a una mesa. Escribo. Por la ventana que está a mi derecha entra un resplandor, una claridad. El día persiste. Hay algo de terquedad en las cosas, en toda la microfísica —mesa, silla, cuaderno de espirales, libros, dos biromes, un portaminas, una netbook— que dispone mi escena: un empecinamiento por existir a pesar del desaliento de la hora.

La alternativa es dormir. Levantarme de la silla, refregarme la cara con las manos, caminar los dieciocho pasos que me separan de la cama y meterme entre las sábanas. Negar la vigilia. Sin embargo, me quedo sentado. Soporto algo que me cuesta nombrar, pero que, de alguna manera, se parece al eterno retorno: los mismos acontecimientos se repiten en el mismo orden, tal cual ocurrieron, sin posibilidad de variación. Son las dos de la tarde. Preparo café. Saco del aparador una taza mediana. El agua tarda en hervir. Voy hacia la ventana y pienso en fumar. Me asomo. Sobre la saliente de una medianera duerme un gato. Tiene el pelo largo y parece muy cuidado. Impugna el tiempo. Sustancialmente, es pura refutación. Vuelvo a la mesa con el café en la mano. Abro un libro de Barthes. Leo un subrayado: “Obcecarse quiere decir en suma mantener hacia todo y contra todo la fuerza de una deriva y de una espera. Y precisamente porque se obceca es que la escritura es arrastrada a desplazarse”.

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