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Lunes 31 de agosto de 2015
Una reliquia, un recuerdo del pasado, sobrevive en Fitz Roy y Gorriti.
Por Martín Kohan.
No es porque estemos dispuestos a retroceder a cada rato en el tiempo que el pasado nos fascina tanto. No es por eso: es porque lo vemos en el presente. Si se tratara del tiempo perdido, si nos exigiera memoria y añoranza, si nos impusiera nostalgia y melancolía, haríamos lo que hacen tantos: evocarlo de vez en cuando, y olvidarlo la mayor parte del tiempo. Pero no es eso lo que nos sucede, sino otra cosa: que lo vemos persistir en el presente. El puro presente, y ahí está, huella o ruina, remedo o reliquia: el pasado. Si no tenemos que rescatarlo es justamente porque lo vemos ahí, tan real y tan actual como lo que empezó a existir ahora mismo. La ciudad de la que somos se nos empieza a volver así un museo de nosotros mismos. Los años, las cosas, las capas de tiempo, se vuelven simultáneas, o se entreveran sin acatar el criterio de la sucesividad cronológica.
Y así, de pronto, se produce un hallazgo. En la esquina de Fitz Roy y Gorriti, por ejemplo, a mano derecha y viniendo por Fitz Roy, un poco antes de llegar a la esquina, en pleno centro neurálgico de la ciudad más modernosa, en el epicentro de una explosión que acabó con el viejo barrio y fundó una cosa totalmente nueva, qué hay: hay un poste. ¿Un poste? Un poste, sí. Un poste de madera. Que quedó ahí, no se sabe cómo, de la época en que en Buenos Aires había postes para indicar el sitio de las paradas de los colectivos. La dictadura militar los quitó para poner en su lugar carteles nuevos, de metal (señalados como “Zona de detención”, según observó alguna vez Ricardo Piglia).
A esos carteles siguieron otros, y luego otros. Algunos con el desglosamiento de los recorridos de las diferentes líneas, otros con techito por si llueve. Pero en Fitz Roy casi esquina Gorriti, no se sabe cómo, perdura, sobrevive un poste. Tan ajado y desgastado que no es fácil notarlo. Claro que, si uno se fija bien, acaba por reconocer el diseño de la punta, la capa remota de pintura azul, y hasta el número de la línea de colectivos que para en ese lugar. Una línea, la 111, que luce ahora otro color, que lleva ahora a otra gente, y que sigue parando exactamente ahí, aunque lo haga casi sin saber el por qué.
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